3. LA INSPIRACIÓN EN LA SAGRADA ESCRITURA -EN LOS LIBROS
La inspiración afecta propiamente a los libros de la Sagrada Escritura.
La Dei Verbum –según la cual Dios es el inspirador y autor de los libros de uno y otro Testamento, afirma de
manera más detallada: En la composición de los libros sagrados, Dios eligió a
hombres a los que empleó en pleno uso de sus facultades y capacidades; de
manera que al actuar él en ellos y mediante ellos, transmitieran por escrito
como verdaderos autores todo aquello y sólo aquello que él quisiera» (n.11).
Así, pues, en cuanto actividad de Dios, la inspiración atañe directamente a los
autores humanos: son éstos los que son inspirados personalmente. Pero también
de los escritos compuestos por ellos se dice que son inspirados (DV, nn.
11.14).
La inspiración aparece en cambio como la
acción mediante la cual Dios habilita a ciertos hombres, escogidos por Él, para
transmitir fielmente su revelación por escrito (cf. DV, n. 11).
Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en ellos mediante la persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el mismo Jesús de modo muy preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6), afirmación esta que se funda en el conocimiento singular que el Hijo tiene del Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).
Se entiende que, Jesús mismo no escribió nada ni dictó nada a sus discípulos.
Lo que hizo realmente se puede resumir de esta manera: llamó a algunos hombres
a que lo siguieran, compartieran su vida, lo asistieran en su actividad,
adquirieran un conocimiento cada vez más hondo de su persona, crecieran en la
fe en él y en la comunión de vida con él. Este es el don que Jesús hizo a sus
discípulos, el modo en que los preparó para ser sus apóstoles que anunciaran su
mensaje; la palabra de estos es tal que Jesús presenta a los futuros cristianos
como los que creerán en mí por su palabra (Jn 17,20). La palabra de sus enviados puede constituir el fundamento de la
fe de todos los cristianos por la sola razón de que, al tener su origen en la
intimísima unión con Jesús, es palabra de Jesús. La relación personal con el
Señor Jesús, vivida con una fe viva y consciente en su Persona, constituye el
fundamento básico de la inspiración que vuelve a los apóstoles capaces de
comunicar, oralmente o por escrito, el mensaje de Jesús, que es Palabra de
Dios.
En lo correspondiente al Antiguo Testamento, La
idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos
del Pentateuco, sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así,
en momentos especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de
poner por escrito, por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o
el texto de su renovación (Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece realizar
el significado de esas instrucciones poniendo por escrito otras cosas
importantes (Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la Torah
(cf. Dt 27,3.8; 31,9).
Las afirmaciones centrales relativas al comunicarse de Dios se hallan en los relatos del encuentro de Israel con Dios en el monte de Dios, Sinaí/Horeb (Ex 19 – Núm. 10; Dt 4). A Moisés le corresponde poner por escrito la revelación divina, para poder trasmitirla y preservarla como Palabra de Dios para los hombres de todos los tiempos.
Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes del Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de su contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres humanos.
Tomando como ejemplo los libros proféticos, estos se presentan como recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su pueblo mediante los autores (presuntos) que dan nombre a las respectivas recopilaciones, y lo hacen mediante diversas expresiones que introducen o se intercalan en el discurso.
Las fórmulas proféticas.
Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que éstos son de origen divino, sirviéndose de la fórmula del acontecimiento de la palabra del Señor.
La fórmula puede
resumirse en la afirmación: la palabra del Señor vino a , seguida del nombre
del profeta, receptor de la palabra (como en los libros de Jeremías, Ezequiel,
Oseas, Joel, Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces también del nombre de sus
destinatarios (como en Ageo y Malaquías).
Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son Palabra de Dios.
Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto
hacen otro tanto. La expresión más frecuente, la fórmula profética por
excelencia, es así dice el Señor. Al abrir el discurso con esta fórmula, el
profeta se presenta como mensajero del Señor. Informa así a sus oyentes de que
el discurso que les dirige no se debe a él, sino que tiene al Señor como autor.
Dios nos habla. El mismo único Dios busca al hombre en la multiplicidad y variedad de situaciones históricas, lo alcanza y le habla. Y el mensaje de Dios, diverso en la forma por causa de las circunstancias históricas concretas de la revelación, tiende constantemente a suscitar la respuesta de amor en el hombre.
Recuperado de. https://jesusantonioclaraordonez.wordpress.com/la-inspiracion-y-la-verdad-de-la-sagrada-escritura/

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